En la primera de las lecturas de hoy, del santo evangelio según san Mateo, Jesús el Justo emplea una nueva parábola para incidir en nuestra misión de cultivar la chispa divina del Espíritu Santo que nos habita para que su llama brille cada vez más.
O, en sentido contrario, para que esa chispa divina que nos alimenta y representa nuestra más pura esencia y razón de ser, por la gracia infinita y misericordiosa de Dios, no se atenúe por nuestra falta de compromiso y dejadez, hasta el punto de perdernos en la tinieblas, de extraviar al Espíritu de Dios a lo largo de nuestras maravillosas vidas, no vaya a ser que, en sustitución de la virtud tomemos por guía todo aquello que avergüence nuestra divina condición y que corrompa nuestro corazón.
Igual que las vírgenes sensatas que cuidaron de estar provistas del suficiente aceite para que asegurar que la llama no se apagara sino que iluminase con brío cuando su señor llegara.
Jesús el Justo nos conmina, no solo a reconocer el todopoderoso hálito de Dios en clave de Amor y Eternidad en los más profundo y puro de nuestro corazón, sino a ser conscientes de que somos fruto de su divina simiente y que como tal nuestro cometido es no ya dar un fruto de uno por uno, sino de uno por mil.
Y ahí radica la cuestión, en nuestra voluntaria correspondencia a su infinito Amor y misericordia en virtud del libre ejercicio de nuestro libre albedrío.
Porque Dios da sin pedir a cambio.
Su mayor acto de Amor absoluto es dotarnos del libre albedrío, de permitirnos una y otra vez, desde nuestras infinitas limitaciones y juicios sesgados, tomar nuestras propias decisiones, aun atentando contra la propia creación y Dios mismo muchas veces.
Abba nos da la posibilidad de elegir, entonces y en virtud de su infinito Amor, a todos por igual, como a los tres que reciben los talentos les permite que hacer con ellos, y no juzga por igual, por que valora lo mismo al que produce dos talentos que al que produce diez, porque ambos se han ocupado de honrarle y esforzarse de corazón en dar fruto, mientras que el tercero, escudándose en la falacia del miedo, prefiere abandonar su misión y abandonarse a sí mismo y a Dios por el camino.
Como en la parábola del sembrador
Juntándose una gran multitud, y los que de cada ciudad venían a él, les dijo por parábola:
El sembrador salió a sembrar su semilla; y mientras sembraba, una parte cayó junto al camino, y fue hollada, y las aves del cielo la comieron.
Otra parte cayó sobre la piedra; y nacida, se secó, porque no tenía humedad.
Otra parte cayó entre espinos, y los espinos que nacieron juntamente con ella, la ahogaron.
Y otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno. Hablando estas cosas, decía a gran voz: El que tiene oídos para oír, oiga. —Lc 8:4-8
Esta parábola refleja perfectamente el Amor infinito de Dios y nuestra capacidad de obrar en libre albedrío por la gracia de un Dios de infinito Amor aun sabiendo Él, que muchas de las semillas no prenderán. Pero otras sí que lo harán, otras honrarán su misión divina y darán ciento por uno.
Y otra parte cayó en buena tierra, y nació y llevó fruto a ciento por uno. Hablando estas cosas, decía a gran voz: El que tiene oídos para oír, oiga.
Esos no pueden ser menos que invitados a la mesa del Padre el día de la gran cena, y comerán y se saciarán en Él, y ya no conocerán más la muerte ni el pesar.
Y al resto, al que pudiendo haber sido no quiso, al que teniendo a Dios renegó de Él para abrazar la iniquidad. Al que pudiendo hacer bien hizo mal, o al que no hizo nada por hacer el bien ni tampoco por combatir el mal, al que no alivió el dolor de un semejante ni alimentó sus sonrisa, al que no luchó día tras día por los suyos, al que no amó y no perdonó y no respaldó y no cayó mil veces para volver a levantarse otra mil y una; al que tropezó un día y prefirió quedarse ahí, profiriendo injurias a Dios…
A ese siervo inútil echadlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes
¿No ama un jardinero su misión de cultivar un maravilloso jardín y a las plantas y las flores que con todo el cariño sombra y cuida y riega?
Y si, tras mucho esforzarse, de cuidarla, regarla y podarla, una planta no terminar de prender, no arraiga, y los parásitos la invaden, y se pierde…
¿No la arranca el jardinero y la arroja al fuego, para que los parásitos no se expandan y estropeen el resto del jardín y, entonces, en su lugar planta con mimo una nueva, tan o más hermosa que la anterior, con la esperanza de que esta si prenda y dé flor, para que algún día sus hermosos pétalos luminosos maravillen al mundo entero y las abejas corran a libar de sus semillas para fecundar por todas partes mil jardines más?