Nadie es profeta en su tierra. Un médico no cura a quienes le conocen.
Solo en dos ocasiones los evangelios canónicos del Nuevo Testamento retratan a Jesús llorando. En esta primera de las lecturas de hoy, del santo evangelio según san Lucas, y ante la muerte de su querido Lázaro (Jn 11,35).
Jesús el Justo llora, pero no por sí mismo. Jesús no lloró por sí mismo nunca. Ni aún sabiendo de ese destino suyo por el que encarnó. No lloró en los momentos previos de la entrega. No lloró por el juicio, por las vejaciones de los salvajes y los ignorantes que lo acechaban. Tampoco lloró por las negaciones de algunos de los suyos. Ni por las descarnadas torturas.
No lloró al cargar con la cruz sobre su piel, lacerada por las torturas romanas, ni al ser clavado en ella. No lloró siquiera al ver el sufrimiento de las tres Marías y de Juan al pie de la cruz mientras lo observaban constreñidos por el sufrimiento. Y por supuesto no lloró cuando al fin sintió el momento de trascender la carne para resucitar en toda su gloria…
Jesús no llora por sí mismo sino por Jerusalén. Y no por las piedras, las calles y los edificios que conformaban arquitectónicamente Jerusalén en sí, sino por lo que evocaba esa Jerusalén: sus gentes, su tradición, el vínculo de esa tierra prometida con el pueblo de Dios…
Durante un ínfimo instante en en la debilidad de la carne en que ha encarnado, Jesús llora dejando entrever su impotencia y decepción por esa tierra suya que, ya no es que lo rechace, sino que se aboca a su propia destrucción, incapaz de recapacitar, de persistir en su ceguera y su sordera, en la fatal arrogancia de esos escribas y fariseos que se confabulan con los mercaderes descuidando la guía de su pueblo, en su incapacidad para, aun después de ver a Jesús en acción, aceptar tamaña gloria emanada de entre uno de los suyos.
Me puse de pie en medio del mundo y encarnado
me aparecía a ellos. Los encontré a todos ebrios, no encontré a
ninguno sediento. Y mi alma se apenaba por los hijos de los hombres,
porque están ciegos en sus corazones y no ven que vacíos han
entrado en el mundo y vacíos están destinados a salir del mundo de
nuevo. Mas ahora están ebrios, cuando hayan sacudido su vino,
entonces repensarán.