La primera de las lecturas de hoy, del santo evangelio según san Lucas, es también el último discurso de Jesús el Justo en el evangelio.
En este pasaje apocalíptico Jesús hace hincapié en la destrucción que está por venirle a su Jersusalem, y no ahorra en detalles, pero no para impresionar a sus seguidores, ni para infundirles miedo. Antes lo contrario.
El Hijo del hombre pareciera dejar entrever fugazmente un lógico ápice decepción por esa tierra suya que, ya no es que lo rechace, sino que lo ridiculiza y humilla mientras se dirige a toda velocidad hacia a su propia destrucción, incapaz de recapacitar, de persistir en su ceguera y su sordera, en la fatal arrogancia de esos escribas y fariseos que se confabulan con los mercaderes descuidando la guía de su pueblo, en su incapacidad para, aun después de ver a Jesús en acción, aceptar tamaña gloria emanada de entre uno de los suyos.
Me puse de pie en medio del mundo y encarnado
me aparecía a ellos. Los encontré a todos ebrios, no encontré a
ninguno sediento. Y mi alma se apenaba por los hijos de los hombres,
porque están ciegos en sus corazones y no ven que vacíos han
entrado en el mundo y vacíos están destinados a salir del mundo de
nuevo.
La destrucción de Jerusalem no es el resultado de una acción vengativa de Dios. Abba es Amor. Infinito y misericordioso Amor. Es la propia Jerusalem, encarnada en sus habitantes, la que, desviada de la Luz, del camino honroso de Dios, propicia su propia ruina.
La ruina revela a ese pueblo frente a sí mismo. La destrucción de Jerusalem no es una desgracia sobrevenida, ni un castigo divino e implacable, es la amarga cosecha de la falta de compromiso y de la corrupción del ser.
Una y otra vez Jesús, como en las lecturas de hoy del santo evangelio según san Lucas, recalca la misma lección. La necesidad imperiosa, como tarea suprema de nuestra existencia, de cumplir para con nuestro compromiso cristiano, y, honrando a Dios, a la vida y a la propia creación, emplear nuestro libre albedrío para convertirnos en la mejor expresión posible de nosotros mismos, contribuyendo con cada uno de nuestros actos cada día, a hacer de este mundo un lugar mejor, anclando la frecuencia de la luz y del amor de Dios.
Porque, de lo contrario, pueblo ese se condena a sí mismo. Y el dolor le perseguirá como la sombra a la rueda del carro.
¿No ama un jardinero su misión de cultivar un maravilloso jardín y a las plantas y las flores que con todo el cariño sombra y cuida y riega?
Y si, tras mucho esforzarse, de cuidarla, regarla y podarla, una planta no terminar de prender, no arraiga, y los parásitos la invaden, y se pierde…
¿No la arranca el jardinero y la arroja al fuego, para que los parásitos no se expandan y estropeen el resto del jardín y, entonces, en su lugar planta con mimo una nueva, tan o más hermosa que la anterior, con la esperanza de que esta si prenda y dé flor, para que algún día sus hermosos pétalos luminosos maravillen al mundo entero y las abejas corran a libar de sus semillas para fecundar por todas partes mil jardines más?