Orar no es cubrir el expediente, ni sumar puntos. Tampoco consiste en recitar una y otra vez unas palabras como si fueran un mantra, hasta inundar la mente con ellas de modo que no quepa nada más.
Orar trata de sentir no de pensar. Trata del corazón y no de la mente. Trata de voluntad y sencillez, y no de esfuerzo y sacrificio.
Lo importante de la oración es recuperar el diálogo auténtico y genuino desde el propio corazón para con Dios, nuestro padre, y ello no requiere siquiera de palabras.
Porque Dios es inalcanzable a la Palabra, y cualquier cosa que tenga que ver con Él no puede ser manifestado ni experimentado sino a través del corazón.
El sentimiento de gratitud infinita, la emoción desbordante del redescubrimiento diario del pulso genuino de Dios mismo vibrando en toda su armonía en nuestra interior en virtud de su Gracia, eso constituye en sí la oración más poderosa del mundo. Y no se escribe en ningún manuscrito ni cuaderno, porque no necesita de palabras, y por eso llega a Dios sin rodeos.
La oración que Jesús nos enseñó es, pues, una guía básico de orientación para cada retoño de Dios que se inicia en su camino de redescubrimiento. Como un tutorial básico que luego cada uno amoldará a sí mismo en la forma que le parezca, siempre que parta del amor, la voluntad y la sencillez.
En definitiva, amar a Dios y amar al prójimo, ambas tratan del corazón. Y ya se sabe:
el corazón agradecido está cerca de Dios, y quien está cerca de Dios está cerca de los tesoros del mundo.
Palabra de Dios.